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Willow Creek | 5 de noviembre de 2025

Ninguna de las buenas promesas que el Señor le hizo a Israel falló; todas se cumplieron.
Josué 21:45
LEE: Josué 21:9–45
No hay nada como la reacción impulsiva de un niño convencido de que su mamá o papá no cumplieron su promesa. «¡Pero lo prometieron!», grita el niño. Su protesta nace de la decepción, y los padres intentan explicar: No, no podemos parar a tomar un helado como habíamos planeado porque empezó una tormenta de nieve y la carretera está cortada. No, no podemos cenar nuggets de pollo (por cuarta noche consecutiva) porque se nos acabaron y es muy tarde para ir a la tienda. Sí, puedes usar tus botas de lluvia nuevas esta tarde, pero no en la clase de baile. Pero tras el llanto de decepción del niño podría esconderse un temor inquietante: que no se puede confiar en que sus padres cumplan su palabra. ¡Ay!
Las promesas rotas generan desconfianza, y repararla lleva tiempo. Las palabras por sí solas no bastan para reconstruir la confianza perdida. Se necesita perdón y un cambio de comportamiento gradual. Para la nación de Israel, Dios había sido un Padre fiel, digno de confianza de principio a fin. Los había guiado a salvo fuera de Egipto; los había cuidado día y noche durante sus cuarenta años de peregrinación por el desierto; y los había conducido a la Tierra Prometida. Cumplió su palabra. Era confiable. Cumplió todas sus promesas.
La historia de los israelitas estaba lejos de terminar. Ningún poder en Canaán podía expulsarlos de la Tierra Prometida, pero aún les esperaban más batallas y desafíos. Debían aprender a seguir a Dios, no como una nación errante y guerrera, sino como un pueblo que honraba a Dios. Al establecerse en su nueva tierra, imaginen la paz que debieron sentir, sabiendo que podían confiar en que su Dios cumpliría todas y cada una de sus promesas.
UNA HISTORIA DE ANTES Y AHORA
Una promesa cumplida | Mansa W. | Willow Huntley
En 2012, unos meses antes de casarme, sentí que Dios me susurraba un nombre al corazón: Annayiah, que significa «Dios respondió». Creía que algún día le pondría ese nombre a una hija. Lo sentía como una promesa. Pero después de casarme, pasaron los años sin tener hijos, y el dolor de cada ciclo se intensificó. Esa promesa se convirtió cada vez más en un sueño lejano.
Mientras que otras mujeres a mi alrededor concebían con facilidad, yo sufría de infertilidad sin causa aparente. Las pruebas no fueron concluyentes y el dolor era constante. Finalmente, en 2017, una cirugía reveló endometriosis severa y las trompas de Falopio completamente obstruidas. El médico dijo que un embarazo natural era imposible; solo un milagro podría cambiar eso. Aun así, conservaba la esperanza. Intentamos la fecundación in vitro (FIV). Un ciclo se canceló. Otro terminó en una gran decepción. Me sometí a otra cirugía compleja y el pronóstico se volvió aún más sombrío: todos mis órganos estaban dañados por la endometriosis. A pesar del panorama desalentador, intentamos la FIV una vez más. Fracasó. Aun así, quería confiar en Dios para que obrara un milagro. Durante ese tiempo, mi fe en Dios creció, no porque estuviera recibiendo lo que pedía en mis oraciones (no lo recibía), sino porque comencé a ver cómo Él me proveía tanto en las alegrías como en las decepciones de mi vida.
El tiempo seguía pasando, y en septiembre de 2019 sentí el impulso de hacerme una prueba de embarazo. ¡Dio positivo! Salí corriendo a comprar media docena más, solo para confirmarlo. Y todas dieron positivo. A pesar de cada diagnóstico y cada contratiempo, estaba embarazada. ¡Imposible, pero cierto! Mi hijo, Jeremiah, nació durante el confinamiento por la COVID-19. Después llegó mi segundo hijo, Nathan. Lo que los médicos decían que era imposible, Dios lo hizo posible.
Dios me sostuvo durante esa larga espera. Aprendí a confiar en Él, independientemente de si me concedía un hijo o no. Y cuando Dios cumplió la promesa que sentí de Él años atrás, cada decepción se convirtió en un testimonio. Y aunque no nos dio una hija, el nombre Annayiah sigue siendo un regalo para mí, sabiendo que Dios sí me respondió.
¿SABÍAS?
Como seguidores de Jesús, no nos aferramos a la posesión de tierras terrenales, como lo hacía el pueblo de Israel bajo el Antiguo Pacto; más bien, nos aferramos a nuestra morada celestial, la cual Jesús describió a sus discípulos cerca del final de su vida terrenal: «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles un lugar? Y si me voy y les preparo un lugar, volveré para llevarlos conmigo, para que ustedes también estén donde yo estoy» (Juan 14:2-3). Puedes leer más sobre nuestra futura morada con Dios en Apocalipsis 21-22.
UNA ORACIÓN
Dios, puedo contar contigo como un Padre bueno. No importa qué batallas enfrente ni a qué promesas tuyas me aferre, puedo descansar sabiendo que cumples todas tus promesas. Amén.
PARA LA REFLEXIÓN
Cuéntanos alguna ocasión en la que alguien no cumplió una promesa. ¿Cómo afectó eso a vuestra relación? ¿Qué se necesitó (o se necesitaría) para superar esa promesa incumplida?
¿Alguna vez has esperado algo de Dios que no sucedió? ¿Cómo influyó esa experiencia en tu comprensión de Su fidelidad?